» … las autonomías son de los pueblos y para los pueblos y no de los gobiernos, que son ocasionales” (H. Yrigoyen)
Algunas consideraciones
La subsistencia de un régimen político depende de su adecuación al medio que pretende regir. Y esta verdad, que la historia demuestra, se aplica tanto a los sistemas de gobierno cuanto a las formas que pueden darse al Estado, pues ambos requieren el consenso público sin el cual sería inestable su permanencia e ineficaz su mantenimiento. Al mismo tiempo. Las formas políticas que un Estado puede adoptar o crear no dependen de la arbitrariedad de un hombre o de un grupo. Dentro de un relativo albedrío, sus concepciones están determinadas por múltiples factores que las encauzan y las modifican, imponiendo en definitiva soluciones concordantes con los antecedentes de todo orden que forman el carácter nacional.
La dilatada contienda que culminó con el establecimiento del federalismo entre nosotros, y la posterior duración del sistema, permiten suponer entonces que éste era requerido por las circunstancias del país, y que se ajustaba a las necesidades nacionales.
Qué causas dieron origen al régimen vigente? Qué determinó la división del país en partidos extremos? Puede considerarse la solución más natural la preconizada por los unitarios? Cuáles fueron las razones de la aparición de sus adversarios?
El federalismo argentino no ha surgido espontáneamente del pensamiento del Deán Funes, ni de las ambiciones levantiscas de Artigas; no ha sido fruto de intrigas políticas, ni puede explicarse en la adopción teórica de un sistema que por entonces recién se ensayaba. En aquel juego de causas y efectos que se llama la Historia, razones muy poderosas debieron motivar consecuencias de tanta trascendencia y perduración, pues ni las teorías ni la acción de los hombres pudieron modificar el destino señalado.
Quizás podamos comprender este proceso en El Facundo de Sarmiento y el balance que realiza Alberdi en Bases de los antecedentes unitarios y federativos del país.
El territorio del Virreinato del Río de la Plata no escapó a las características generales impuestas, primero por los Habsburgo y luego por los Borbones. Fuimos y somos herederos de la distribución territorial colonial. El proceso independentista iniciado de modo laxo en mayo de 1810 derivaría, seis años después, en una declaración de independencia motivada casi exclusivamente en las necesidades bélicas y estratégicas. A partir de allí sólo los procesos de descentralización y desconcentración de las competencias en un deslinde de rasgos territoriales. El proceso hacia la sanción de la Constitución de 1853 se vio tapizado de luchas locales y reclamos personales, desarrollados sobre un telón de fondo de rasgos confederales. Con la finalización del gobierno en Buenos Aires de Juan Manuel de Rosas, comienza en nuestras tierras a elaborarse el proyecto constitucional que encontraría un hito en 1853 y se concluiría en 1860.
Tal como lo menciona Roberto Gargarella (2015), las cuestiones acerca de las cuales girarían los debates se circunscribirán a dos grandes temas: el autogobierno colectivo y la autonomía individual. Bajo el prisma de tres ideologías, se elaborarían los proyectos constitucionales en América Latina y, por ende, también en Argentina: republicanismo, que reivindica el autogobierno aún en el sacrificio de las autonomías individuales; liberalismo, que privilegia el ideal de autonomía individual sobre el ideal del autogobierno y conservadurismo, que desafía ambos paradigmas.
Previo a abordar los antecedentes históricos podemos marcar algunos aspectos del falso federalismo a partir del “plano de la normalidad y del plano de la normatividad”:
Los federalistas de ocasión, aquellos que especulando con las circunstancias, comienzan a creer en el federalismo, cuando nunca han creído en él, a partir de un hecho electoral que puede favorecerlos.
Las supervivencias feudales bajo el ropaje del federalismo para preservar una defensa arcaica de intereses, fundamentalmente económicos, que responden a clases dirigentes locales, sin mayor consideración al interés global o integral
La etapa formativa durante el régimen colonial y los primeros gobiernos patrios
La ubicación de las ciudades en el territorio argentino no quedó librada al azar de las circunstancias, ni fue obra del capricho español. La misión de los conquistadores, en cualquiera que fuese su lugar de entrada al territorio, para llegar al extremo opuesto y realizar la conjunción con las demás corrientes pobladoras, iban dejando escalonadas las fortalezas que habían de servir de descanso en el fatigoso trayecto, cuando no de refugio en la guerra. Así fueron surgiendo algunas ciudades a la vera de los caminos, para facilitar las comunicaciones con el Alto Perú, con Chile y con el litoral; mientras que otras estaban destinadas simplemente a poblar el territorio con la cooperación indígena, cumpliendo el propósito misional de la empresa; y otras se instalaron en zonas habitadas por indios hostiles, cuya sumisión tardó muchos años en producirse.
El proceso de estas fundaciones no participa de los rasgos que caracterizan el establecimiento de una colonia en el sentido de una factoría comercial. El criterio económico no dirigió exclusivamente la conquista, pues el objetivo inmediato era ocupar el territorio y someter a los indígenas. La población no fue avanzando del litoral hacia el interior, ni las ciudades se ubicaron para extraer mejor del territorio la ganancia esperada. No crecieron de fuera para dentro, sino que por el contrario las ciudades que facilitaban el intercambio exterior fueron las últimas establecidas. El carácter de factoría fue adquirido posteriormente, cuando el desarrollo del comercio y la inmigración europea convirtieron al puerto único en foco de irradiación demográfico y plutocrático.
La población no fue extendiéndose por el territorio a medida que las necesidades lo imponían. Los que vinieron del Perú y de Chile atravesaron agrestes comarcas, quisieron asegurar con la fundación de ciudades el tránsito al mismo tiempo que la ocupación del vasto territorio. Los que llegaron al Río de la Plata buscaron mediante la internación por los ríos el contacto con las demás formaba asentar poblaciones reducidas y enormemente separadas, dando el nombre y prerrogativas de ciudades a lo que sólo eran pequeñas aldeas. Una vez establecidas, acomodaron su existencia a las formas que el medio permitía. Surgieron industrias, el comercio se fue generalizando, se utilizaron los campos adyacentes hasta formar con ellos zonas de influencia de cada ciudad, aparecieron obispados y colegios, se ordenó la vida política creando gobiernos y cabildos, y al lado de una aristocracia de origen hispánico se formó una plebe mestiza o criolla, subordinada a ésta.
Las ciudades formaron verdaderos núcleos autónomos, cada una se convirtió así en cabeza de distrito; la ciudad fortaleza, la ciudad cuartel de los primeros tiempos crece, aumenta, cultiva los campos vecinos y adquiere ese espíritu localista que se traduce en el afán autonómico. Hay trece ciudades que se convierten en otras tantas provincias; sólo una excepción puede encontrase y es la de Entre Ríos.
En los primeros siglos, nuestro territorio dependía del virreinato de Lima. En 1617, Buenos Aires fue elevada al rango de capital de la gobernación de su nombre que comprendía todo el litoral, mientras el interior formaba la gobernación del Tucumán, cuya capital fue Santiago y posteriormente Córdoba (1690), y la provincia de Cuyo, que dependía de Chile.
En 1776 fue creado el virreinato del Río de la Plata, agrupando por razones geográficas y económicas hasta entonces dispersas y con gobiernos independientes. En 1782 el virreinato fue dividido en intendencias ocupando el actual territorio las de Buenos Aires (Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes), Córdoba (La Rioja y Cuyo) y Salta (Tarija, Orán, Jujuy, Tucumán, Catamarca y Santiago del Estero).
La revolución de Mayo conservará los cuadros administrativos de la época colonial pues pretendía dejar subsistente la armazón centralista, en virtud de los principios de gobierno propio divulgados desde los primeros tiempos, llamaba a todas las ciudades a participar del ejercicio del poder. La Primera Junta, la Junta Grande, la Asamblea Provisional del 6 de abril de 1812, establece que ésta se integrará con “apoderados de las ciudades de las Provincias Unidas”, mediante un complicado sistema de elecciones de segundo grado. La circular “a los ayuntamientos de los pueblos libres” del 3 de junio de 1812, tuvo por objeto constituir una asamblea con los representantes de las ciudades, elegidos por los respectivos cabildos. La proclama convocando a elecciones para la Asamblea del año XIII inicia una discriminación de acuerdo a la importancia relativa de cada ciudad, dando a Buenos Aires 4 diputados, mientras que a las capitales de provincia (intendencia) “nombrarán dos, y uno cada ciudad de su dependencia; a excepción de Tucumán, que podrá a discreción concurrir con dos diputados”. El Congreso de Tucumán se formó también con representantes de las ciudades, contrariando las disposiciones del Estatuto de 1815 que prescribía la representación por provincias. En esta forma, dábase a las ciudades una existencia propia en los hechos, antes que ella fuera reconocida en la legislación, y éstas, imperceptiblemente, fueron convirtiéndose en provincias, es decir, en entidades territoriales de relativa autarquía.
La transformación del núcleo urbano en distrito territorial no alcanza a explicar, empero, el origen del federalismo.
El localismo municipal que convirtió a las ciudades en provincias y luego suprimió el engranaje de las intendencias para evitar la subordinación de unas ciudades respecto de otras, permite intuir la existencia de un espíritu particularista tal vez hereditario, pero no alcanza a explicar la difusión y pertinacia de un movimiento cuya potencia expansiva debe buscarse además en los hábitos sociales, en los intereses lugareños y en la pretensión de acomodar el ordenamiento político a las aspiraciones regionales. Porque si el federalismo retardó durante medio siglo la unión efectiva de las provincias y la organización nacional, hasta lograr el triunfo con ésta, es razonable pensar que obedecía a motivos de mayor trascendencia que los que pudiera originar el espíritu particularista de los habitantes, traducido a una simple rivalidad de campanarios.
El localismo municipal conduce a la formación de entidades administrativamente separadas, pero no políticamente independientes; y es de advertir que estas entidades se llaman provincias, es decir, partes de una nación, y no Estados, como ocurre en otros núcleos federales, ni intendencias, como las denominó la ordenanza real.
Tampoco puede decirse que el localismo contuviera en germen el federalismo, pues en realidad, este último no encierra exclusivamente un contenido político. No es solamente el aspecto institucional, lo que movió a las provincias y a la capital a adoptar el credo federalista, sino que éste sirvió para defender, en orden a la organización del país, aspiraciones de muy diversa naturaleza. En cambio el localismo condicionó desde la época de la independencia los legítimos anhelos regionales, evitando la conjunción permanente de ciudades en grupos más vastos que representaran una tendencia política definitiva, imponiendo así la división del país en ciudades-provincias. Cuando hubo coincidencias entre el localismo y el regionalismo surgió al tendencia separatista, favorecida por la situación geográfica apartada; tales los casos del Paraguay, Bolivia y el Uruguay.
El origen del federalismo no reside en el espíritu localista, sino en el antagonismo regional, que tanto en lo político como en lo económico opone unas zonas a otras, separando sus intereses y diversificando sus sentimientos. Pero cómo no fue posible sino transitoriamente la unificación de los grupos antagónicos para que cada uno representara una tendencia, predominó la división administrativa impuesta por el localismo, apareciendo los federales empeñados en defender la autonomía municipal, cuando en realidad su postura obedecía a razones más hondas y trascendentes.
Durante la época colonial fueron surgiendo subrepticiamente todos aquellos motivos de desunión que dificultaron la organización del país, y lograron en definitiva un triunfo parcial.
Algunas ciudades tenían entonces mayor importancia que el diminuto puerto rioplatense. No solo la superaban a veces en población y en actividad comercial, sino que por su proximidad a los centros de cultura, de sociabilidad cortesana y de esplendor monetario, constituían cada una verdaderos núcleos de civilización cuyos grupos dirigentes, orgullosos de su hidalguía, miraban con desdeñoso menosprecio a los habitantes plebeyos y paupérrimos del litoral. Esta importancia les daba la impresión de una superioridad natural e irrevocable.
La rápida elevación de Buenos Aires a sede del gobierno que comprendía todo el litoral produjo desde antiguo cierta rivalidad con la gobernación de Tucumán, y este antagonismo, que tanta luz arroja sobre diversas particularidades de nuestra historia, subsistió y agravóse durante casi todo el siglo XVIII, hasta que prevaleciendo definitivamente Buenos Aires, política y económicamente, a las otras ciudades les quedó sólo el recuerdo nostálgico de un pasado brillante y poderoso. La supremacía bonaerense durante la época colonial fue sin embargo demasiado breve para que el centralismo implantado con el virreinato y las intendencias echara raíces en las costumbres y se convirtiera en tradicional e indiscutido. Su elevación al rango de capital no consiguió sofocar un antagonismo latente exacerbado con esta misma hegemonía; y la enemistad incubada durante la colonia estalló violentamente cuando Buenos Aires pretendió ejercitar fuera de las normas establecidas la superioridad que había conquistado a través de los siglos.
La diversidad de origen de las corrientes pobladoras fomentaba el recelo recíproco y el antagonismo regional; pues si en el litoral la población tuvo desde el principio caracteres que hoy llamaríamos democráticos, en el norte principalmente la organización social jerarquizada en las encomiendas fue creando una aristocracia feudal imbuida de su origen hispánico, verdadera clase dirigente, ilustrada y conservadora, que observaba desdeñosamente los afanes
progresistas de los habitantes plebeyos del litoral.
Mientras la convivencia con el mestizo y el gaucho borraba en el litoral toda diferencia social, la educación universitaria de las clases dirigentes y el rigor de las costumbres fomentaban en el interior una diversidad racial que otorgaba a un grupo el aspecto y el espíritu de clase dominadora. Sólo en los últimos tiempos de la colonia, cuando la elevación de Buenos Aires a capital del virreinato y la relativa riqueza adquirida permitieron a los habitantes educar decorosamente a sus hijos, se buscó en el grado universitario la satisfacción de las aspiraciones culturales del momento, creándose así la elite porteña que había de dirigir los destinos de la revolución. Pero a pesar de esto la diversidad de sentimientos y de ideas subsistía imposibilitando la fusión. En el interior privaba la educación católica de la universidad cordobesa, mientras en Buenos Aires la mayor libertad y la facilidad de las comunicaciones permitieron acceder al ideario político y económico que tratarían de aplicar.
Además de los factores intelectuales y sociales de diferenciación regional, cuyas consecuencias invadieron el campo político, otro factor acrecentará el antagonismo entre el litoral y el interior; la cuestión económica. Al mercantilismo de los productores del litoral, que buscaban en el librecambio la satisfacción de sus aspiraciones, oponía el interior un cómodo estancamiento industrial, que sólo podía derivar del proteccionismo. Por virtud de su situación geográfica privilegiada, la Capital marchaba hacia la absorción económica. A medida que las provincias rompían su subordinación con el Perú, afirmaban su dependencia de Buenos Aires.
Siguiendo esta línea de pensamiento y como ya sabemos, la revolución de Mayo fue el resultado de una conjuración sumamente limitada en su origen, que no traducía las aspiraciones generales del virreinato. Los grupos liberales y europeizantes, animados por las circunstancias críticas por las que atravesaba la metrópoli, y decididos a dar el gran paso merced al apoyo de los militares, urdieron la revuelta cuyo objetivo principal era dar satisfacción a las tendencias liberales que tanto en materia política como económica animaban a algunos grupos del patriciado porteño. Esto fue generando en casi todas las provincias un núcleo de oposición a las corrientes políticas iniciadas desde Buenos Aires. Así fueron surgiendo los primeros partidos que desde principio de la vida independiente y con matices variados y denominaciones diversas ocuparon el escenario político disputándose el ejercicio del poder. Es por ello que el federalismo político, en la acepción doctrinaria del vocablo, o si se quiere, constitucional, procede de las divergencias existentes entre las provincias y la capital, acrecentada a partir de la época de la independencia por los errores de los gobiernos metropolitanos, que pretendieron en todo momento dirigir exclusivamente la política y detentar el gobierno en beneficio propio. Sólo bajo este punto de vista puede hablarse de porteños y provincianos, fórmula sencilla y cómoda con que se ha pretendido interpretar en su integridad las luchas civiles. La resistencia de las provincias contra el centralismo porteño constituye el germen del federalismo político.