Nadie, seguro, puede prever el destino de las canciones populares. Nadie puede predecir su rumbo ni atreverse a sostener si su música y poesía encallarán en el olvido o si se multiplicarán hasta transformarse en melodías que, desprendidas de la paternidad de sus autores, se convierten en patrimonio de todos. Uno imagina que en ese momento exacto, justo cuando esos sonidos se emancipan de quien le dio vida y es adoptada colectivamente esa canción termina de completarse.
Pero ¿a dónde está el misterio o secreto?. ¿Por qué para ciertas y elegidas canciones el tiempo no existe?. ¿Por qué hay melodías que quedan grabadas en la memoria colectiva y se transmiten de generación en generación como un mandato irresistible?. Seguramente no hay una sola respuesta porque múltiples son los factores que intervienen para producir el fenómeno de las canciones sin tiempo, aquellas que, inesperadamente, siempre reaparecen en el momento menos pensado. Aunque innumerables, ellas son privilegiadas al quedar inevitablemente vivas en los oídos populares. No importa su género ni tampoco cierta categorización cualitativa respecto a la simpleza o complejidad de su melodía y poesía.
Los ejemplos abundan respecto a esos temas que “sabemos todos” y que apenas suenan sus compases iniciales las identificamos como nuestras, es decir de todos, e invitan al tarareo multiplicado sin importar el sitio donde se las escuche. Puede ser La Balsa, Cambalache, Zamba de mi esperanza, Luna Tucumana, El arriero, Quien se ha tomado todo el vino, La mano de Dios, Canción para mi muerte, Muchacha ojos de papel o El bombón asesino. En este preciso momento usted estará pensando en muchas otras para sumarlas a esta lista de apariencia interminable pero limitada y minoritaria a la luz de muchas otras que quedan reducidas al olvido o restringidas a memorias de coincidencias subjetivas, sin que jamás crucen el puente que las conduzca a la masividad.
La difusión es un aspecto fundamental, pero tampoco explica el fenómeno en su integridad. Es claro que si no hay difusión es imposible que el impacto masivo prospere. Pero también es cierto que hubo y hay temas abundantemente difundidos y que a raíz de ello se instalan como éxitos impulsados por una fuerte maquinaria promocional. Pero muchas veces son esfuerzos de resultados momentáneos. Son hits de corto alcance en el tiempo. Llegan, impactan por un rato, languidecen y se van rumbo a la desmemoria. Pensando en todo esto trato de explicarme cuáles son los motivos para que determinada obra que teniendo todo para consagrarse en el altar de las canciones elegidas, jamás trasponen el umbral de las apreciaciones personales y quedan encerradas en ese estrecho universo subjetivo.
Hay una canción que al escucharla por primera vez, le auguré destino de imborrable. La van a cantar todos, me dije, y sobrevivirá en el tiempo. Nada la faltaba. Una melodía simple pero llegadora, con acordes fácilmente identificables y versos sencillos pero de abrumadora profundidad. Fallé como hechicero. Cada tanto la escucho en la soledad de mi casa y nunca deja de conmoverme su belleza. Buscando complicidades suelo hacérsela escuchar a algún amigo desprevenido que jamás la oyó. ¿Y…qué te pareció?, interrogo. Por lo general descubro mucha atención -eso es bueno, digo para mis adentros, reforzando antiguas certidumbres-, luego asombro y cuando el tema concluye surge el pedido que no se puede eludir: a ver, quiero escucharla de nuevo. De verdad, hay cosas que no entiendo.
La pensaba entonada por multitudes pero ha quedado atrapada entre los barrotes de mis oídos. La letra es del poeta cordobés Daniel Salzano. La cantan Jairo y León Gieco: La tristeza de Amador.
Me voy, seguirán habiendo más…CANCIONES.