Separatismo, autonomía o centralismo?
Este incipiente federalismo nació como oposición a la tendencia manifiestamente liberal de los primeros gobiernos patrios observada claramente en las posturas antagónicas de regalismo vs. liberalismo, dada por las reformas Rivadavianas. El partido federal asumió la defensa de la religión, amenazada por los liberales..
En San Juan, del Carril fue expulsado por haber establecido la libertad de cultos en su célebre Carta de Mayo; Quiroga revolucionó todo el oeste del país con la bandera “Religión o Muerte”; y la Junta de Representantes de Santa Fe, rechazó la constitución de 1826 “por estar fundada en forma de unidad….y no presentar la menor garantía a la libertad, ni a la inmunidad y pureza de la Religión Católica Apostólica y Romana, única verdadera”. Es evidente que fingido o sincero este interés religioso, a los caudillos no se les hubiera ocurrido, como los otros postulados del credo federal, al instinto de las masas, tanto en el interior como en Buenos Aires. Estas reformas “jacobinas” al decir de Anchorena y su grupo conservador una vez caído el Directorio, les permitió ingresar al partido federal. Posiblemente este grupo político no hubiera adquirido nunca la preponderancia que obtuvo en Buenos Aires si no se hubieran sumado a sus filas los que abominaban del liberalismo que tanto en materia política como religiosa se pretendía implantar. Los esbozos de un sentimiento localista realizados en 1816 y 1820 no hubieran cuajado nunca en seria organización partidista de no mediar esa circunstancia; pues es evidente que el autonomismo debe dirigirse contra un centralismo opresor, y en Buenos Aires no ocurría eso, ni era capaz Dorrego de determinar un movimiento de tal magnitud de no haber contado con el apoyo de elementos conservadores.
El partido federal fue, al menos al principio, decidido sostenedor de la Iglesia y sus instituciones.
Como se ha visto, la oposición que se manifestaba en Buenos Aires y en el interior contra el liberalismo de los gobiernos revolucionarios no se apoyaba en ningún fundamento doctrinario, y hubiera sido difícil encontrar en aquellos tiempos una teoría que sirviera de base para la acción política que desarrollaba. El problema de la organización de la nueva entidad nacional involucraba dos cuestiones fundamentales diversamente encaradas por los bandos en lucha. Era preciso en primer lugar dotar al país de un gobierno, y luego establecer las normas conforme a las cuales debía éste ajustar sus relaciones con los gobernados. Los liberales resolvían ambas cuestiones de acuerdo a los postulados de la doctrina que profesaban; el gobierno debía ser establecido en forma orgánica y permanente mediante una constitución que delimitara los poderes, y ésta debía además contener las declaraciones de derechos necesarias para asegurar las libertades individuales.
Los opositores, en cambio, rechazaban ambas soluciones, No veían la necesidad de dar estabilidad al gobierno fijando normas para su actuación, ni consideraban conveniente la existencia de un cuerpo representativo con atribuciones soberanas. El gobierno, personificado en el poder ejecutivo, debía verse revestido de la autoridad, y desligado de las trabas legales que pudiera impedir su libre actuación; así volvían a la tradición colonial, única forma diversa de la sustentada por los liberales que era conocida en estas regiones. Y como ese poder ejecutivo sin trabas ni sanción debía procurar el bien público como un padre de familia el de los suyos, los federales elaboraron la novísima teoría de los gobiernos paternales, que fue aplicada durante mucho tiempo en nuestro país. De ahí que tampoco fuera aceptado el consiguiente cortejo de disposiciones liberales que debía acompañar la organización constitucional del gobierno. Pero en esta materia la oposición resultaba menos eficaz aún por la ausencia total de una teoría que le sirviera de base; y sin poder combatirlo, aceptaba aparentemente los dogmas del liberalismo, adoptando una postura diametralmente opuesta. Como sucede muchas veces en las contiendas políticas, la doctrina sustentada con vigor por una de las facciones influyó considerablemente en las opiniones de los adversarios, produciendo resultados inesperados y sorprendentes. El principio de la soberanía popular, difundido por los revolucionarios fue aceptado por las provincias, pero acordándole un matiz imprevisto. Mientras aquél constituye la base del individualismo político, el criterio opositor lo refirió a los derechos de cada ciudad, y así surgió la soberanía de “los pueblos”, es decir, de las comunidades políticas que componían el país. Continuaba hablándose de libertad, pero en vez de acordársela al individuo, las provincias se apoderaron del término que fue así sinónimo de independencia. El dogma de la igualdad no fue aplicado al hombre sino a los grupos que formaban la república.
Al atribuir la soberanía, la libertad y la igualdad a las comunidades políticas que integraban el país, la oposición pretendía destruir el centralismo opresor de Buenos Aires, y por este camino quedó obviado también el inconveniente del liberalismo, al cual combatía sin armas. Para eliminarlo no utilizó una teoría antagónica sino que se refugió en el problema de la organización del gobierno, oponiendo la federación no solo a la centralización del poder, sino también al liberalismo. Ambas cuestiones debían en la mente de los unitarios resolverse con la constitución, pero mientras una se refiere a la organización del gobierno, la otra mira a la declaración de derechos y garantías individuales, incorporada accesoriamente a la constitución.
Los federales, sin manifestarlo francamente, se opusieron a toda organización constitucional; la de un gobierno porque abominaban del centralismo, y la de una declaración de derechos porque no aceptaban el régimen liberal. Entonces los federales se refugiaron para perpetuar la unidad nacional en el precario sistema de los pactos, propiciando la permanencia de los gobiernos paternales.
Así se llegó a la negación de todo deseo de organizar la nación por vía de la oposición al constitucionalismo liberal y centralista, olvidando con ello que simultáneamente quedaba también destruida la propia teoría, pues el federalismo presupone cabalmente un determinado ordenamiento gubernativo, cuya base es constitucional. El sistema de los pactos era la confesión de impotencia de los federales.
Entre las circunstancias que contribuían en forma sobresaliente a producir o acentuar las rivalidades regionales, conviene destacar los fenómenos económicos, que desde la época colonial venían diversificando en forma cada vez más acentuada las características del territorio y los intereses lugareños.
No es posible ya considerar la historia del comercio colonial como una unidad a través del tiempo. Las distintas reglamentaciones que fueron sucediéndose, y las vicisitudes de la industria y la política españolas influían necesariamente y de continuo en la evolución económica colonial. En nuestro territorio a un primer período de amplia libertad comercial sucedió inmediatamente otro que con la creación de la aduana de Córdoba en 1622, originó la imposibilidad, al menos legal, de comerciar entre Buenos Aires y el interior. Esta traba que detenía el comercio terrestre concordaba con otra que dificultaba el intercambio marítimo: el régimen de flotas y galeones. Así nació la oposición de intereses entre Buenos Aires, que ambicionaba la libertad de comercio, y Lima, empeñada en mantener el sistema que virtualmente le proporcionaba el monopolio del tráfico interno. A las múltiples peticiones de los porteños encaminadas a obtener franquicias, se agregaba el contrabando activísimo realizado desde la Colonia del Sacramento, en la época que esta ciudad estuvo en manos de los portugueses. Por este medio, unido a los permisos de comercio que se otorgaban en forma irregular para Buenos Aires, y el tráfico negrero, la ciudad porteña mantuvo una creciente actividad comercial que le permitió abastecer gradualmente con los productos importados a todas las ciudades del interior, llegando su tráfico hasta el Alto Perú. De nada sirvió el traslado de la aduana a Jujuy en 1695, pues el comercio se había acostumbrado a prescindir de las trabas legales. La influencia de Lima sobre las ciudades del interior disminuía rápidamente , mientras crecían, al par que el tráfico porteño, las industrias provinciales de artículos y efectos de su producción. Fue durante el siglo XVII que las provincias desarrollaron paulatinamente sus industrias, llegando algunas de ellas a suplir el consumo interno.
Pero a partir de la creación del Virreinato en 1776, Buenos Aires fue consiguiendo gradualmente todas aquellas medidas que fomentaban el desarrollo de su comercio.
Al Decreto del 6 de noviembre de 1777, dictado por Cevallos, concediendo “la franqueza y libertad del comercio activo y pasivo de unas con otras Provincias y ciudades, así de los efectos que producen como de los que internaren por este Puerto de los de España en los navíos de permisos”, sucede su confirmación por el Rey el 2 de febrero de 1778, extendiendo a los puertos de Chile, Perú y Buenos Aires las ventajas del Decreto de 1765 por el cual se concedía el comercio libre entre España y sus colonias. A estas medidas siguieron otras que fueron durante el mandato de Cisneros autorizando el comercio con los ingleses pero excluyendo los productos que perjudiquen a la industria local.
Surgía así un antagonismo económico entre el interior que buscaba el proteccionismo de sus incipientes industrias y el litoral interesado en el libre cambio.
A partir de 1778, el comercio fue principalmente extranjero, realizado por intermedio de España, y el que después autorizó España para que las colonias lo hicieren directamente con potencias neutrales. Como todo el comercio se realizaba exclusivamente por Buenos Aires, único puerto habilitado, las franquicias cada vez mayores concedidas a la importación conspiraban directamente contra los intereses del país, favoreciendo únicamente a esta ciudad cuya riqueza aumentaba en la proporción en que traficaba con los extranjeros.
Es importante tener en cuenta que dentro del comercio colonial debemos considerar que los impuestos de todo orden tanto de entrada como de salida gravaban los productos del interior y del exterior. En cuanto a los primeros, ello unido a los fletes costosos, les impedía competir en el único gran mercado consumidor que era Buenos Aires, con los artículos similares que se introducían. La rebaja gradual de los derechos de importación, iniciada en 1778, y la apertura del puerto al comercio extranjero, produjeron la progresiva decadencia de las industrias desalojadas del centro consumidor. Los ingleses, que eran los que mayor grado surtían las necesidades de Buenos Aires, se apoderaron del mercado adaptándose a los gustos y costumbres de los consumidores, mientras los productos del interior, agobiados por los derechos de tránsito y las aduanas locales, y encarecidos sus artículos por los fletes costosos, veían disminuir progresivamente sus ganancias y aniquilarse sus industrias. Así crecía la hostilidad de las provincias hacia el puerto único que tenía en sus manos la riqueza y el progreso del interior, pero que atento sólo a los dictados de su interés, abandonaba a su suerte a las regiones que estaba llamando a gobernar.
En la época de la revolución ya se había afianzado la subordinación económica del interior con respecto a Buenos Aires. La creación del Virreinato y la apertura del puerto único hicieron converger hacia la capital toda la vida, tanto económica como política, del interior del país. Buenos Aires se transformó paulatinamente en el eje de la existencia de las regiones que gobernaba, y su población siempre en aumento, su civilización exótica, su riqueza extraordinaria, ejercieron la atracción de un imán sobre las otras provincias, cuya dependencia se fue afirmando en forma cada vez más acentuada. Pero esta subordinación económica no implicaba el abandono de las industrias locales; al contrario, el deseo de verlas progresar movía a los habitantes del interior a solicitar medidas proteccionistas y a la defensa propia mediante disposiciones de índole aduanera.
La dependencia económica de las provincias derivaba principalmente de la configuración geográfica del territorio, acentuada por las reglamentaciones comerciales y aduaneras, que obligaban prácticamente a realizar todo el intercambio marítimo y fluvial por el puerto de Buenos Aires. Así la capital gobernaba con su tarifa de aduana todo el comercio interior, y podía mediante esa llave maestra de la economía nacional otorgar protección a las industrias locales o al contrario permitir la introducción de productos que rivalizaran con ellas. Esto último era lo más frecuente, no sólo porque el comercio de importación había creado desde antiguo enormes intereses en Buenos Aires, sino también porque “ a la prohibición y subida de derechos sobre los efectos del exterior se sigue naturalmente la disminución del comercio extranjero, y la baja de precio en los cueros y frutos de exportación…Agréguese a esto que en la misma razón disminuirán las rentas nacionales” (Memorándum de Roxas y Patrón presentado a los diputados del litoral en 1830). En el documento queda claro el concepto de los términos del intercambio para la época y que se mantendrán en el tiempo. De tal modo los diversos intereses que privaban a Buenos Aires determinaban la política de todo el país.
Al mismo tiempo que la aduana porteña regía el comercio exterior, el gobierno de la capital percibía las rentas correspondientes. Las provincias deseaban que las tarifas aduaneras fueran establecidas con acuerdo de todos los interesados, y que la administración de estas rentas fuera común. Aunque los primeros gobiernos se habían titulado nacionales, es evidente que por su composición y sus actos eran simplemente porteños. De ahí que surgiera el deseo de un sistema político que permitiera a las provincias intervenir por derecho propio y no simplemente por concesiones revocables, en ese gobierno nacional. El federalismo estaba a mano, y su adopción por las provincias no era otra cosa que trasladar al campo político las cuestiones económicas.
Fue en 1830 cuando se planteó en términos categóricos y clarísimos el debate sobre el sistema económico más conveniente para la República, en la reunión de diputados de las provincias litorales efectuada para realizar un pacto de alianza. Ferré, representante de Corrientes, expuso que “debe mirarse como indispensable una variación en el actual sistema de comercio. Me parece también que ésta debe fundarse en los puntos siguientes: 1.- Prohibición absoluta de importar algunos artículos que produce el país; 2.-Habilitación de otro u otros más que el de Buenos Aires”. La oposición de Buenos Aires por intermedio de Roxas y Patrón determinó el fracaso del plan.
Mientras los unitarios pretendían obtener la más absoluta libertad comercial en el interior suprimiendo las trabas que entorpecían el tráfico y nacionalizando las aduanas, los federales atendieron las demandas estableciendo altos derechos para los productos extranjeros que podían competir con la industria local.
Pero no era sólo la incompatibilidad entre las aspiraciones mercantiles del interior y Buenos Aires lo que tornaba difícil la conciliación regional. A partir de la época de la revolución, nuevos factores económicos contribuyeron a generar antagonismos, provocando el descontento del litoral. Por efecto de la guerra de independencia quedó cerrado el tráfico a las provincias altoperuanas, perjudicando el comercio de mulas; ls continuas levas despoblaron los campos y dejaron desguarnecidas las fronteras, permitiendo el avance de los indios que llegaron hasta los suburbios de Santa Fe y cruzaron el Salado, con lo que se arruinaron muchos estancieros de aquella provincia y de Buenos Aires; y por último, la apertura del puerto de comercio libre dejó sin ocupación a todos aquellos que en el litoral vivían del contrabando y fueron los primeros en poner en práctica el sistema de las montoneras.
Mientras Buenos Aires prosperaba gracias a la libertad comercial, se producía la despoblación y el empobrecimiento del interior. Los estancieros de Santa Fe, que eran los más ricos del virreinato, perdieron en gran parte sus fortunas y se vieron precisados a vivir del auxilio porteño.
Estas diferencias que surgen ya durante los primeros gobiernos patrios y que podemos sintetizar a grandes rasgos en la conformación de un ejecutivo fuerte centralizado y operativo, fue vencido en Mariano Moreno por los representantes de los cabildos del interior que rodearon a Saavedra y el Deán Funes, dando origen a la alianza entre el autonomismo porteño y provinciano.
La guerra civil aparece entonces, como una manifestación de las luchas por venir. El partido unitario-centralista representaba lo nuevo, lo que surgía y se desarrollaba; el federalismo representaba lo que había entrado en crisis, lo que tendía a desaparecer, lo caduco. Lo nuevo eran las fuerzas económicas, sociales, políticas e ideológicas vinculadas al capitalismo mundial en auge y a sus correspondientes concepciones; lo viejo, lo caduco, eran las fuerzas del feudalismo en crisis, que se disgregaba bajo los golpes de la burguesía. Tales son, a grandes rasgos, las dos grandes tendencias que se divide el campo en que se desarrollan las luchas por la independencia y la unidad nacional, y tales sus fundamentos.
Así, el proceso de unidad que debía levantarse sobre los restos del poder español se trocó en proceso de dispersión, de fraccionamiento local.
Si la fórmula unitaria no fue, admitámosla por un instante, la más acertada, hay que convenir en que la federal no significó un avance sobre aquella. Una vez que los intereses locales se impusieron sobre los nacionales, quedó abierto el camino para nuevas y más graves disgregaciones. El separatismo resultó hijo del federalismo. A la segregación de Paraguay y La Banda Oriental, rondaba la idea de Artigas para constituir la República mesopotámica, era el proyecto acariciado también por Brasil e Inglaterra. A la derrota de la segunda gran tentativa de constituir la nación contribuyeron nuevos elementos. La fuerza principal fue el partido federal porteño y provinciano, sus caudillos bárbaros y sus abanderados cultos (Dorrego, Manuel Moreno). Pero ahora contaron con dis poderosos aliados: Inglaterra y la Iglesia.
La Iglesia aparecía estrechamente vinculada a las antiguas formas de dominación y de relaciones sociales, y la política reformista de Rivadavia amenazaba sus bases de sustentación de sustentación económica y de dominación ideológica. Ella dio a los caudillos la bandera de “Religión o Muerte” y éstos a su vez, cuidaron de salvar sus privilegios estampando en todas sus constituciones provinciales el principio de la religión de Estado, con exclusión expresa de toda otra. Ajena a todo sentimiento nacional, sostén del particularismo feudal, la Iglesia fue, en líneas generales aliada de las tendencias separatistas.
Inglaterra, que había apoyado el movimiento de emancipación con las limitaciones surgidas del informe de Lord Strangford al gobierno de su Majestad, no tenía ningún interés en que surgiera en esta parte de América una nacionalidad fuerte y unida. Por eso alentó todas las corrientes separatistas y apoyó sin reservas al partido federal porteño.
Buenos Aires, fue centro y nervio de la guerra de emancipación y debía ser la cabeza de la emancipación nacional. El grito emancipador no partió del interior, porque en ninguna provincia se habían desarrollado las condiciones sociales que lo hicieran posible y ninguna de ellas podía ser en centro de la organización nacional.
Desde Alberdi, el tema de las rentas de Aduana está presente en esta larga polémica. Pero resulta extraño por lo general que, en general, se ignore lo que m{as debería interesar: los fines a que se aplicaban. No puede ser indiferente que ellos se destinaron a montar los ejércitos de la independencia o a una obra de sentido y contenido nacional como la intentó Rivadavia, o para beneficio exclusivo de los terratenientes saladeristas porteños bajo el gobierno de Rosas.
El autonomismo porteño, obrando de acuerdo con los caudillos del interior, dio al traste con el intento nacional de Rivadavia. A la nacionalización de la Aduana sucedió el monopolio de Rosas. Pero entonces los caudillos se sintieron muy cómodos con su exclusión del goce común de las rentas.
El conflicto con el litoral, que conduciría, al fin, a Caseros, adquiere proporciones en la polémica Ferré – Roxas y Patrón. En esta guerra aduanera interprovincial
e interfederal, marchó a la cabeza Córdoba, bajo los gobiernos de Bustos y López Quebracho, le siguieron conflictos con Ibarra en Santiago del Estero que le hacían la guerra a los productos de Tucumán y de Cuyo, y así fueron surgiendo estos conflictos regionales debido a estas aduanes interiores y a un sistema de aranceles impuestos simultáneamente obstaculizaron los intercambios y derivaron en la más completa anarquía fiduciaria.
En nuestra historia, federalismo es democracia y libertad, por donde los caudillos son los antecesores de estos dos pilares de nuestras instituciones. Pero a poco que se estudie el sistema de gobierno de cada caudillo en particular no se hallará en su transcurso un solo acto en que la voluntad popular aparezca libremente expresada ni siquiera sea en su forma más elemental.
Casi todas las provincias se dieron constituciones o reglamentos, cuyo preámbulo o declaración de derechos consagraba siempre la soberanía popular.
Es el caso de Bustos en Córdoba que gobernó durante ocho años en forma despótica, con facultades extraordinarias y con decretos suspendiendo la seguridad individual. El caso también del reglamento federal de San Luis de 1832, tenía por objeto impedir que “la arbitrariedad y el despotismo…profanaran por más tiempo el sagrado recinto que custodia la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad…”; más la suma del poder público del gobernador y que los supuestos enemigos debían pagar el duplo de las contribuciones impositivas.; o el Estatuto de la República de Entre Ríos caracterizado por un régimen militarista y dictatorial; la Junta de Representantes de Santa Fe se componía se componía casi siempre por los mismos diputados, emparentados muchos de ellos entre sí.
El único verdaderamente autónomo era el gobernador; diez y ocho años gobernó López Santa Fe; Benavídez lo hizo en San Juan desde 1836 hasta 1855; Lucero en San Luis, de 1841 a 1854; López en Córdoba de 1836 a 1852; Ibarra desde 1820 hasta 1851; Rosas y sus gobiernos con facultades extraordinarias y la suma del poder público.
Pero donde falta la mano dura del caudillo que se prolonga indefinidamente en el poder, este autonomismo trae la más absoluta anarquía.
Estaban los caudillos desprovistos de todo sentimiento nacional, ajenos a toda solidaridad nacional, dispuestos a vivir eternamente de espaldas a toda tentativa de unificación?. La historia revela dos tendencias: una hacia la absoluta independencia; otra hacia la unidad en régimen federativo. Todos los acuerdos, tratados, pactos, reglamentos y constituciones, al par que afirman la autonomía local, dejan abierta la posibilidad de la solución nacional (“hasta que un Congreso general establezca la forma….”).
Este sentimiento contradictorio surgía de la misma realidad social sobre la que se erigía el dominio del caudillo. La estructura económico social exigía, por una parte, el más cerrado proteccionismo, barreras que protegieran de toda competencia a sus producciones domésticas artesanales, y, por la otra, a falta de mercado interno local buscaba su salida hacia otros mercados.
Era una contradicción insuperable en los marcos de la fragmentación.
El reconocimiento de esta realidad impuso nuestra organización federativa. Reconocer la realidad no implica renunciar a transformarla. Sin embargo, qué representó históricamente el federalismo? Fue la fórmula transaccional éntrelas tendencias centralistas y el autonomismo provincial. A la relativa independencia de las provincias, correspondió un poder central presidencialista, unipersonal; sin base y control parlamentario. Esta combinación de intereses, esta fórmula de compromiso, representó un paso adelante, sin duda, porque de alguna manera había que salir del aislamiento. Pero al mismo tiempo conservó casi intactos los intereses y las tendencias que obstaculizaban la centralización; el caudillo renunció a las aduanas interiores, pero exigió a cambio parte de la renta de la nacional, fuente de corrupción política con que el gobierno central sostenía en el poder al caudillo, o contribuía a voltearlo negándole el aporte.
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