Hay, primero, una certeza: «La dictadura procuró que el Mundial contribuyera al afianzamiento de su propia causa», dicen Ariel Scher y Héctor Palomino en su libro Fútbol, pasión de multitudes y de elites. Hay, después y como ellos mismos plantean en su obra, una duda central: «Difícil es precisar la magnitud de esa contribución».
En esa dificultad, la de establecer si el éxito del seleccionado le permitió a la Junta profundizar la noche en la que había hundido al país, habitan múltiples heridas.
Si la organización del certamen, por sí misma, ya había disparado opiniones contrapuestas (el Mundial como método de distracción y en el medio de una tragedia, por un lado, lo que promovió las campañas de boicot; la posibilidad de dar a conocer la situación con la llegada de la prensa internacional, por el otro); el título que alcanzó el equipo de César Luis Menotti provocó una contradicción profunda y colectiva que sigue sin resolverse.
El 21 de junio de 1978, luego de la polémica victoria 6-0 a Perú en Rosario (lo que le daba a la Selección el pase a la final), se estima que salió a festejar a las calles entre el 60 y 70 por ciento de los argentinos. Cuatro días después, con el 3-1 a Holanda y el primer título del mundo, la celebración se multiplicó.
Entre los cientos de miles estaba Graciela Daleo, pero llevada por sus captores. Había sido secuestrada el 18 de octubre de 1977 y todavía estaba detenida en la ESMA.
«Le pedí permiso a (Héctor) Febres, que era el jefe, digamos, del vehículo en que me llevaban a mí. Yo le dije si podía asomarme, porque esos autos tenían ese techito que se abre, si podía asomarme para ver a la gente, y él me dijo que sí. Entonces me paré en el asiento y saqué la cabeza por ahí y yo mirando eso me puse a llorar y tuve una certeza, si yo grito que soy una desaparecida, nadie me va a dar pelota, porque de esto también formaba parte esto que decía antes, de que nosotros no pertenecíamos al mundo de los vivos, había algo que nos separaba de ese mundo exterior», contó.
Daleo y sus secuestradores terminaron la noche en una parrilla de Martínez. Antes de volver a la ESMA pidió permiso para ir al baño y en el espejo dejó escrito con lápiz de labio: «Massera asesino, milicos asesinos, vivan los Montoneros».
Lo mismo le ocurrió a la periodista Miriam Lewin: «El día que Argentina salió campeón estaban exultantes, porque ellos lo consideraban una victoria política, de manera que no dudaron en sacarnos a festejar en autos (…) y toda la gente emocionada, agitando banderas, llorando, gritando ‘Argentina, Argentina’ (…) La sensación que teníamos nosotros al estar secuestrados y al saber que ellos seguían secuestrando gente para torturarla y después matarla era que aquí en Argentina, si nadie se daba cuenta de lo que pasaba, íbamos a tener dictadura durante 40 años más».
En la ESMA, secuestradores y secuestrados miraban juntos los partidos en La Pecera. La escena se replicaba en todos los centros clandestinos de detención. Así lo contó Mario Villani, que pasó por el Club Atlético, el Banco, el Olimpo, el Pozo de Quilmes y la propia ESMA, en su libro Desaparecido: Historia de un Cautiverio.
«Estábamos gritando goles sin saber si nuestro nombre ya estaba en una lista para morir (…) Era el doble mensaje enloquecedor de los centros clandestinos de detención, un mensaje también instalado en la sociedad, afuera de los campos (…) De ahí que me sea tan difícil reflexionar sobre lo que significó aquella situación en el Mundial y entender o condenar la actitud de los secuestrados que celebraban un gol y la de las personas que lo hacían afuera, estando en libertad».
«Tampoco las personas que estaban en los estadios eran libres. El país entero era una extensión del campo de concentración».
Durante junio de 1978 hubo más de 60 detenidos-desaparecidos en el país. También, y por la presión internacional, se produjo la liberación de Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz en 1980. Ocurrió el 23 de junio, justo dos días antes de la final del Mundial.
«En la cárcel, como los guardias también querían escuchar los partidos, el relato radial nos llegaba por altoparlantes –recordó-. Era extraño, pero en un grito de gol nos uníamos los guardias y los prisioneros. Me da la sensación de que en ese momento, por encima de la situación que vivíamos, estaba el sentimiento por Argentina».
Osvaldo Ardiles, una de las figuras del seleccionado en el Mundial, también sufre las contradicciones: «Duele saber que fuimos un elemento de distracción mientras se cometían atrocidades. Fuimos usados como propaganda por parte de los militares, pero también servimos de bálsamo para mucha gente oprimida que pudo volver a salir a la calle envuelta en una bandera argentina».
El mejor resumen de aquellas sensaciones tan opuestas, la felicidad genuina en el medio de tanta oscuridad, tal vez la haya dado la fundadora de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini: «¿Cómo no voy a comprender a la gente si en mi propia casa, mientras yo lloraba en la cocina, mi esposo gritaba los goles frente a la televisión?».