Hace unas semanas se hablaba de la supuesta derrota de la subcultura woke. Desde algunos sectores se festejaba su retroceso como un triunfo del sentido común. Sin embargo, advertimos que no se trataba de una derrota definitiva, sino de una retirada estratégica para reagruparse y contraatacar con una nueva fachada. Hoy, el wokismo resurge disfrazado de antifascismo, con renovados fondos de financiación, apoyo mediático y un relato que vuelve a imponerse en el debate público.
Detrás de esta maniobra están los mismos arquitectos de siempre: George Soros y Klaus Schwab, entre otros exponentes del globalismo. Su estrategia es clara: reducir todo a una falsa dicotomía donde la sociedad debe elegir entre wokismo o fascismo. Pero esa elección es un espejismo. No es más que una distracción orquestada para que los verdaderos problemas estructurales de nuestros países queden fuera de discusión.
En Argentina, este esquema de distracción es más evidente que nunca. Se organiza una marcha supuestamente antifascista que, en realidad, es una manifestación pro-woke encubierta. Mientras tanto, no hay movilizaciones masivas contra la pobreza creciente, el hambre en los hogares, el avance del narcotráfico o la corrupción política. Nadie protesta contra la inacción de los legisladores, que desde 1983 han convertido al Congreso en un refugio de privilegios donde se votan leyes a medida de sus propios intereses.
En la provincia de Buenos Ayres, la parálisis legislativa ya es histórica. Nos faltan 120 leyes fundamentales para la organización de la vida política, económica y social. La mayoría de las normas vigentes provienen de la dictadura, apenas retocadas con cambios cosméticos para disfrazarlas de «democráticas». A nivel nacional, la situación es incluso peor: seguimos atados a una Constitución de 1994 profundamente centralista y a una Ley de Coparticipación que es una burla al federalismo.
Tampoco se habla de la organización territorial de los municipios ni del centralismo asfixiante y retardatario. Quedan fuera del debate cuestiones fundamentales como la tenencia de la tierra, la producción alimentaria, la administración de los recursos energéticos o el acceso al agua. Estos sí son problemas reales, los que definen el destino de la Nación. Pero mientras la agenda pública sea colonizada por debates artificiales, el viejo esquema de poder se mantendrá intacto, garantizando que las decisiones sigan tomándose desde los mismos centros de dominio de siempre.
Es momento de dejar de jugar el juego que nos imponen. Ni wokismo ni fascismo: la lucha real es por la reconstrucción de una Argentina soberana, con una política que responda a las necesidades del pueblo y no a las agendas importadas. La verdadera batalla es contra el colonialismo centralista que sigue saqueando nuestros recursos y limitando nuestro desarrollo. Todo lo demás es apenas una cortina de humo.