Cientos depositan en ellos su fe. El testimonio en primera persona de los que le rinden culto a fenómenos que empezaron en una cancha o en un escenario y terminaron teniendo santuarios a los que cientos peregrinan para agradecer, pedir ayuda o respuestas. En contra de toda lógica, a contramano de religiones y sin más pruebas que sus propias historias, ellos se encomiendan a estrellas de la música o el deporte.
No son santos, pero tienen santuarios. No son santos, pero dicen que hacen milagros. No son santos, pero les rezan. No son santos, pero hay oraciones, estatuas, estampitas. No son santos, pero están los que creen.
“Yo no creo en Dios, pero creo en Rodrigo”, dice Silvia Quipildor, 36 años, de Gonzalez Catán, mamá de un nene y tres nenas, vendedora de ropa. Cuando lo dice no hay reparos, aclaraciones, mucho menos dudas. Está convencida de que Rodrigo Bueno, “El Potro”, muerto en un accidente a los 27 el 24 de junio del 2000, cordobés, cantante de cuarteto, salvó a su hija.
Alejandro Verón tiene 53, es rosarino, periodista, fundador en 1998 junto con Hernán Armez y Héctor Campomar de la iglesia maradoniana “La mano de D10S”. “Me negarás tres veces antes de que cante el gallo”, cita las palabras de Jesús a Pedro, para explicar las que a ellos les dijo el relator uruguayo Walter Hugo: “Ustedes no se dan cuenta de a dónde van a llegar, porque Diego no tiene fronteras”. Habla de Diego Armando Maradona, de Fiorito, el mejor en una cancha de fútbol.
En una casa de Pascanas, departamento de Unión, Córdoba, un 7 de septiembre de 1995, Rubén Cuesta tiene la mirada clavada en un televisor de tubo. En la pantalla un hombre sostiene un chupete y cuenta frente a un micrófono que se lo trae a Gilda, para agradecerle por salvar a su bebé. Entonces Rubén , 67 años, mecánico, abuelo de nueve nietos, se arrodilla frente al aparato, abre una revista Tele-Clic con una nota vieja de la cantante tropical y con lágrimas surcándole las mejillas, se pone a rezar. “Salvá a mi nieta. Llevame a mí”, le dice.
Edith Beraldi, 57 años, de Wilde, mamá de dos nenes, grafóloga, da doble vuelta de llave y empuja la puerta negra de hierro que separa la calle 33 en el cementerio de la Chacarita, de una escalera caracol circular y de los ataúdes de Carlos Gardel y su mamá, Berta Gardes. Apenas da un paso en la sombra, encuentra una carta. La levanta, la lee. “Le pedían que le haga un mal a un político”, cuenta. Se la pone en el bolsillo. Más tarde va a quemarla. “Yo guardo todo lo que llega, pero esto no. Gardel no está para estas cosas”, agrega.
Todos están cruzados por una creencia, la de que ídolos populares tienen poderes, los escuchan y son capaces de hacer “milagros”. En contra de toda lógica, a contramano de religiones y sin más pruebas que sus propias historias, ellos se encomiendan a estrellas de la música o el deporte.
Rodrigo Alejandro Bueno, un breve camino al cielo
El cuerpo elástico, la voz arrugada, los movimientos eléctricos, el pelo azul, los ojos de un hambre voraz, se terminaron demasiado pronto. Ocurrió mientras muchos dormían y otros tantos se desvelaban en fiestas y discotecas, la madrugada del sábado 24 de junio del 2000.
Una sola vez vio Silvia Quipildor de cerca a Rodrigo. Tenía 15 años, fue en un show en La Bomba Tropical de Isidro Casanova y esa madrugada, lo pudo tocar. Apenas unas semanas después fue su cuñado el que entró a su habitación, la sacó de la cama y la llevó hasta el televisor del comedor, donde el canal Crónica hablaba de un accidente en la autopista a la altura de Berazategui.
“Rompí en llanto, no me podía calmar, vino mi hermana a acompañarme y yo no podía dejar de mirar esa pantalla rogando que todo fuera una pesadilla”, recuerda esa noche en la que murió a los 27, el hombre, el joven, el papá de Ramiro, el hijo de Beatriz, el hermano de Ulises, el ex de Patricia, el cuartetero, el seductor, el irreverente y nació -para ella y para muchos otros- algo más.
Cuando Silvia quedó embarazada de su primer hijo le dijeron que el bebé tenía fecha para fines de mayo. Ella les dijo “mi hijo va a nacer el 24, como Rodrigo” y Rodrigo Alejandro, como le puso, llegó el 24 de mayo de 2003. “Muchos no lo pueden creer”, comenta y se sonríe, con la picardía del que ganó una apuesta poco probable y ahora tiene razón.
Había pasado muy poco tiempo del accidente cuando a la vera de la autopista Buenos Aires-La Plata, a la altura del kilómetro 25, empezó a formarse un improvisado santuario. Durante mucho tiempo una media sombra negra sobre una calle lateral, marcó el lugar. Ahí Rodrigo dejó se ser un cantante popular, para empezar a ser la razón por la que cientos de personas peregrinaban desde diferentes puntos del país cada 24 de mayo y 24 de junio.
El 25 de julio de 2003, sin embargo, el santuario sufrió el primer ataque de un grupo anónimo que prendió fuego una estatua del cordobés. En 2006 volvió a ocurrir, esta vez se robaron además un busto de Fernando Olmedo, hijo del capocómico Alberto Olmedo, que murió en el mismo accidente. En 2008 la escena se repitió: se rompieron cruces, se pisaron velas, se arrancaron pósters, se quebraron estatuas, para luego prender fuego.
Tres capillas levantó Yolanda Barreto, una chaqueña de 54 años, que se convirtió en la cuidadora del lugar. Fue Yolanda la que decidió echar de ahí a los puesteros que vendían recuerdos de Rodrigo, acusándolos de “lucrar”, como si eso hubiera sido alguna vez impedimento para santos y religiones. Hoy no son pocos los que se quejan de que “ya no hay dónde conseguir recuerdos”.
Por eso y por otras cosas Silvia prefiere no ir al santuario y elige en cambio ir al cementerio de Las Praderas, en Esteban Echeverría. Ahí es donde está el cuerpo y es donde aunque muchos no lo saben, los sábados entre las 10 y las 13, se abre el acceso a un espacio con paredes de cristal donde se puede ver el féretro. “La familia lo único que pidió es que no circulen fotos”, le confía la comerciante de 37 años a Infobae.
A lo largo de los años Silvia escuchó muchas historias de gente que aseguraba que Rodrigo los ayudaba, los escuchaba, les cumplía. Tres años atrás, ella también lo supo:
-Hace tres años mi nena empezó con dolores en la panza, no se encontraba lo que tenía. Se le hizo una peritonitis, le reventó el apéndice arriba de la ambulancia y en ese momento empecé a rezarle.
-¿Vos creés que él la salvó?
-Mirá, yo no creo en Dios, pero creo en Rodrigo. Para mí el Dios en el que todos creen nunca estuvo. Pero cuando yo a Rodrigo le pedí, él me respondió.
Diego Armando Maradona, el Dios imperfecto
Incalculable. Diego Armando Maradona es incalculable. ¿Cuántos fanáticos? ¿Cuántas mujeres? ¿Cuántas noches? ¿Cuántas canciones? ¿Cuántos jueguitos? ¿Cuántas frases? ¿Cuánto amor?. Incalculable.
El 30 de octubre de 1998 a las tres de la mañana Hernán Armez discó con una sonrisa el número de su amigo Alejandro Verón. “En esa época no estaban los celulares, cuando sonaba el teléfono a esa hora lo primero que decías era ‘¿donde lo velan?’, no había otra cosa”, dice Alejandro, antes de ponerse repasar la conversación:
-Feliz Navidad.
-¿Qué?
-Feliz Navidad– le repitieron del otro lado del teléfono.
-Hernán, me levanto a las siete de la mañana para ir a trabajar- Y le cortó sin pedir explicaciones.
Ese día era el cumpleaños número 38 de Diego Armando Maradona y ese año en Francia acababa de jugarse el primer Mundial sin él. Pero de eso Alejandro cayó en la cuenta recién al otro día, cuando se juntaron a tomar una cerveza.
En la mesa eran tres, Alejandro, Hernán y Héctor Campomar, buscando ese día la mejor forma de hacerle un homenaje a Diego. “Fue una broma de amigos, una situación que no pensábamos que iba a terminar así”, admite hoy a la distancia Verón, que esa tarde iba a convertirse en uno de los fundadores de la iglesia maradoniana “La mano de D10S”.
“Si cada iglesia tiene su Dios, el Dios del fútbol es Diego”, tiró Hernán ese día sobre la mesa del bar, y aunque Alejandro pensó que la idea podía molestar a alguien y votó en contra, sus dos compañeros levantaron las manos, convencidos de que Maradona podía ser una religión.
Cada vez más gente empezó a sumarse y también estuvieron los que no entendieron. “Hay páginas de Estados Unidos que conjugan a las distintas iglesias y no entienden que esto es folclore, que yo tengo dos dioses, uno del corazón y otro de la razón”, dice, y para explicarse mejor -como va a hacerlo a lo largo de toda la charla con Infobae– recurre a una frase de Maradona, como a un versículo de La Biblia: “Yo nunca quise ser ejemplo de nadie”.
Sólo en el grupo de Facebook la Iglesia Maradoniana “La Mano de D10s” tiene 190 mil seguidores.
-En ese ámbito la cantidad de historias, fotos, tatuajes, gente que cuenta que Diego le dio una mano y nadie nunca se enteró, es incontable- deja saber, Alejandro.
-¿Y hablan de milagros?
-Si te dijera de sanación te miento, pero la gente tiene la estampita de él en la billetera. Se le prenden velas, se le rinde homenaje, la gente nos manda imágenes suyas en el cielo, con túnicas, como si fuera un Diego místico.
A Maradona se le empezó a decir “Dios” mucho antes de su muerte, ocurrida el 25 de noviembre de 2020. El partido contra Inglaterra del 22 de junio de 1986 en México, donde le dijo a los periodistas que el primero de los goles “fue un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios”, puede que algo haya tenido que ver. Porque la mano era suya. Pero en todo caso ese fue apenas el principio.
La idea de los rosarios empezó a crecer y el diario Olé les dedicó tres páginas, donde figuraban además de la historia, los 10 mandamientos maradonianos. A eso se sumó una aparición de 35 minutos en el programa de televisión Caiga Quien Caiga. La casilla de mails empezó a llenarse de menajes, pedidos de afiliación y oraciones, entre otras, “el credo maradoniano” y el “Dios te salve pelota”.
Alejandro tiene hoy un ritual personal. Cada vez que le toca ir a ver a Newell´s entra por la parte del estadio cubierto. Es ahí donde vio por primera vez al 10, en el año 1993. Ese día estaba acreditado y pudo hacer fotos a poca distancia. “Hace tres o cuatro partidos me pasó de entrar ahí y verlo a él”, confía. “Lo tomé como un ritual, a los que van conmigo les pido pido que me dejen solo. Ahí me encuentro con él y charlamos un rato”.
Alejandro dice que tiene más momentos vividos con Diego que fotos con él. Cuando habla, cuando lo recuerda, la voz le tambalea al borde del fuera de juego. “Cómo no me voy a largar a llorar cuando a mitad del velorio viene Dalma, se pone a llorar con vos, te abraza y te dice: ‘Mi viejo los amaba a ustedes. Lo único que les pido es que no paren’. ¿Cómo haces para parar después de eso? Yo lloré a Diego mas que a mi vieja y me da bronca y no me da bronca decirlo. Y mi vieja es la persona que más amo en el mundo.
Miriam Alejandra Bianchi, “Santa Gilda”
Este año se van a cumplir 26 de la muerte de Gilda, como se conoció a Miriam Alejandra Bianchi, nombre que muchos no supieron hasta después del accidente del micro en el que murió el 7 de septiembre de 1996, a la altura de Ceibas, provincia de Entre Ríos.
Es quizás la figura popular a la que más milagros se le atribuyen. Su imagen ya fue vista, por ejemplo, en la tradicional peregrinación a San Cayetano, patrono del trabajo. Hay incluso quienes aseguran que poniéndole su música a los enfermos, éstos experimentan instantáneamente mejorías que superan el entendimiento y los pronósticos médicos.
Rubén Cuesta es mecánico de autos y tractores en Pascanas, en el departamento cordobés de Unión. No creía en Gilda más de lo que se cree en una cantante tropical, hasta que los médicos dijeron que su primera nieta, Agostina, no tenía cura.
“Nació bien y de un día para el otro todo le hacía mal. Comía un vasito de yogurt, un postrecito, y empezaba a vomitar. La llevamos a todos lados y todavía no tenía dos añitos. Terminamos en una curandera, la estaban por llevar a Cuba, pero nada ayudaba”, recuerda.
Fue entonces que durante la tarde del 7 de septiembre del 2000 su hija le pidió que no le dijera nada a su señora, pero que Agostina “no se sabía si zafaba”. “La radiografía mostraba dos pulmones totalmente negros”. Rubén buscó refugio en el televisor. Cuando lo prendió lo primero que vio fue una imagen que entonces no lo sabía, pero iba a marcarlo para siempre.
En la pantalla una cámara de Crónica TV mostraba a sólo cuatro años de la muerte de Gilda, a los que ya iban al santuario al costado de la ruta 12 para pedirle y a agradecerle. Entre estos últimos un hombre con un chupete en la mano aseguraba que la cantante había salvado a su hijo. Por alguna razón Rubén le creyó.
El mecánico buscó una revista Tele Clic, la abrió en la doble página donde había una nota con una foto de ella y empezó a rezar. Reproduce en la charla con Infobae lo que dijo ese día en el living de su casa: “Salvá a mi nieta, llévame a mí. Si me cumplís te prometo que todos los domingos te prendo una vela y en brazos te la llevo a verte”.
“A los cinco días mi nieta estaba bien, se dio vuelta todo. El doctor sacó de nuevo la radiografía, la miraba para todos lados. En el consultorio mi hija y mi yerno se codeaban, no sabían qué pasaba. En la placa se veían los pulmones sanos, le dieron ese mismo día el alta. El médico les dijo: ‘Hay una capilla en el hospital, vayan y agradezcan, porque esto es cosa del más allá”.
No iba a ser la única vez que Rubén iba a pedirle a Gilda. Ni la única, asegura, que los médicos no iban a encontrar una explicación.
Rubén tiene en su taller de Pacanas dos posters colgados, uno es del Gauchito Gil, al que le pide por trabajo, y el otro es de Gilda, a la que le pide por salud. Trabaja ahí, a los 67 años, de 14 a 21 todos los días y cada tanto agarra su auto, prende la radio y empieza a manejar con la mirada puesta en dirección a Ceibas, Entre Ríos. Seis horas después se encuentra con Carlos Maza y su esposa, Rita Monzón, la pareja que compró un terreno y levantó ahí, en el lugar del accidente, el santuario.
Aseguran que de todas las maneras que se pueden sumar las medidas del terreno, el resultado tendrá el número siete y esa no es, ni para Rubén, ni para Carlos, ni para Rita, ni para muchos más, una casualidad. “Fue un día siete, a las siete, el carro de bomberos era número 27 y el de la policía 17. Cuando la llevan a la morgue el pabellón era número 7 y la bolsa donde la pusieron número 47…”, enumera Rubén.
Después de Agostina, que hoy tiene 25 años, la hija de Rubén tuvo otra nena a la que bautizó Johana Gilda y que tiene 18. En medio su hijo también fue papá de Angelina, sin embargo, las cosas, otra vez, no se dieron fácil.
“Me viene un día llorando diciéndome que tenía a la nena muerta. El lunes se la iban a sacar, había salido mal la ecografía cuando ya la estaban esperando”, revive la noticia y también la que entonces fue su respuesta: “Tu hija va a estar bien”. Esta vez, el mecánico de Pascanas, sabía exactamente lo que iba a hacer.
Rubén se subió al auto y viajó al santuario a pedirle a su santa. Volvió y le pidió a su hijo que el lunes cuando viajaran hasta Villa María, a poco más de una hora de la ciudad, pidieran una nueva ecografía y no hablaran de los resultados de la anterior. Él los acompañó.
“Mi hijo la tenía agarrada de la mano a mi nuera y cuando apareció la imagen tenía todos los signos vitales. Recién ahí le mostraron al médico los resultados de la semana anterior y no lo podía creer. Otra vez”, relata Rubén, como si estuviera viendo nuevamente la escena. “Hace 20 días Angelina cumplió 16 años”, agrega.
Carlos Gardel, el que cada día canta mejor
Uno de los primeros recuerdos que Edith Beraldi tiene de Carlos Gardel, es el de ella sentada en los hombros de su papá, estirándose para dejar entre los dedos de la estatua que hay en el mausoleo, un cigarro encendido.
Durante años Edith viajó desde su casa en Wilde hasta el cementerio de la Chacarita, llevando un escobillón. Muchas de esas veces recuerda haber limpiado un polvillo indescifrable que teñía de un hollín renegrido el mausoleo. No lograba saber de dónde venía, ni tampoco por qué se empecinaba con la esquina de las calles 6 y 33, donde descansan los restos de Carlos Gardel y su mamá, Berta Gardes.
“Yo no sabía lo que era. La gente venía de visita, lo pisaba, yo no sabía hasta que en 2015 murió mi mamá y me dieron sus cenizas”, reconoce. Entonces supo que el último deseo de cientos de personas había sido -y sigue siendo- descansar para toda la eternidad con el cantante del que aún se discute si es argentino, francés o uruguayo.
“Ahora cuando lo veo me persigno y le digo: ‘Gardeliano o gardeliana, disculpe pero lo tengo que limpiar’”, comparte Edith con Infobae y cuenta que por esta costumbre es que hoy existe un proyecto para hacer un cinerario en el mausoleo, donde la gente pueda dejar las cenizas y que ella no tenga que barrerla.
Carlos Gardel murió el 24 de junio de 1935 en el choque de dos aviones que estaban a punto de despegar sobre la pista del aeropuerto Olaya Herrera, en aquel momento Aeródromo “Las Payas”, de la ciudad de Medellín, en Colombia. También murieron en el accidente Alfredo Le Pera, su guitarrista Guillermo Barbieri y su secretario Corpas Moreno, entre un total de 17 personas que fallecieron ese día.
El cuerpo fue enterrado en Medellín hasta que Armando Defino, garante de la última voluntad de Gardel, logró la repatriación. El féretro viajó en lomo de burro, en carreta, en tren y en barco. Pasó por varias poblaciones colombianas, por Panamá, se lo veló en Estados Unidos y finalmente llegó a la Argentina en 1936.
El funeral de Gardel fue multitudinario y se hizo en el estadio Luna Park. Se lo llevó por avenida Corrientes hasta la bóveda de la Chacarita, de la que Edith es una de las dos únicas dos personas que tienen llave. La otra es el presidente de la Fundación Internacional Carlos Gardel, en la que desde hace tres años, tras recorrer incontables veces los 25 kilómetros que separan su casa del mausoleo para limpiarlo, fue nombrada su cuidadora oficial.
“El fervor hacia Gardel no distingue de clases sociales, viene gente de Eslovenia, Rusia, Australia, uno capaz que piensa que se va a centrar en lo latinoamericano y no es así. Y es gente que viene con afecto. Uno puede tener admiración por una persona pero hay gente para la que él no es solo un gran arista, es un sentimiento, una creencia de que ese ser es un ser de luz que te puede ayudar”, dice, sobre eso que a 87 años de su muerte, sigue atrayendo a generaciones que no lo conocieron, pero que le confían su salud o encomiendan a su familia.
“Hay una placa que dice ‘gracias por la pensión’, otra ‘gracias por el departamento’, no solo es el deseo de triunfar, no solo son artistas. Se dejan cartas pidiéndole por salud o he encontrado otras pidiéndole que una pareja se arregle”, comparte Beraldi la intimidad de las misivas. La grafóloga y guardiana del sepulcro, se convirtió en una curadora sentimental de todo eso que llega hasta el mausoleo y la tiene como intermediaria.
Para Edith no es casual que la persona de Carlos Gardel haya trascendido la dimensión artística. Era sabido, por ejemplo, que donde tocara dedicaba un largo rato después de los shows para salir a la puerta del teatro y cantar siete u ocho temas más, para los que habían quedado afuera o no podían pagar una entrada.
Si bien Edith se siente más testigo que protagonista, recaba historias con oídos de biógrafa oral, para compartir luego detalles y anécdotas en charlas con los que se acercan hasta al mausoleo.
No pide, no reza, pero tampoco ignora, que en ese lugar que cuida desde hace años, descansa un hombre que a pesar de la muerte, le cambió la vida: “Yo llego pidiendo permiso, cuando no hay nadie y es inevitable no saludar, no sentir que él está ahí, saludar a Doña Berta, agradecerles. Tengo también ese pensamiento mágico de que él está en algún lugar con mi papá”.