La publicación de marzo del 2018 en el blog «Haciéndonos el cuento» llega en un momento de reclamos por la situación del humo del basurero.
Manuel tuvo la suerte de conseguir trabajo y la desgracia de que éste sea en el basurero municipal donde llegan los desechos de las localidades del sur del municipio bonaerense de Las Sierras. Cuando se lo informaron, las autoridades tuvieron especial cuidado en encontrarle a la actividad un nombre tal que no provoque el rechazo inicial del futuro trabajador. -Usted será el encargado de la recepción en el predio de acopio primario de residuos sólidos urbanos- le dijeron mientras firmaba la solicitud de ingreso. Él hubiera aceptado igual aunque le describieran los verdaderos detalles del ingrato contexto donde trabajaría. Un empleo era un sueño anhelado por él y su mujer, especialmente desde que al hijo de diez años se le declarara vertiginosamente esa alergia bronquial que por las noches le cerraba al niño el pecho, y les abría, a ellos, el camino de las lágrimas y de la desesperación. En la práctica el trabajo no implicaba gran complejidad. Al momento que llegaban los camiones municipales cargados o se acercaba algún vecino con residuos debía verificar el tipo de basura, indicar el sector de destino y completar una planilla donde volcaba ciertos datos. Durante las épocas del año de menor afluencia turística el ingreso de basura disminuía, por lo que estaba solo durante algunas horas del día. Esto le permitía dormitar encerrado dentro de la casilla ubicada en el portón de ingreso y así recuperar el sueño no dormido en las noches que al hijo la enfermedad respiratoria le robaba el aire. Para ello se acomodaba en un sillón reclinable que halló dañado en la basura y reparó pacientemente. Desde esa ubicación podía observar hacia afuera por la ventana sin que lo vean. Las mañanas frías del invierno eran allí más frías ya que las sierras primero y la hilera de altos eucaliptus después, no permitían el paso del sol hasta cerca del mediodía. En una de esas jornadas solitarias donde el humo pesado de la basura quemada recorría el lugar despidiéndose antes de irse empujado por el viento a contaminar el Río de las Achiras, los campos, la gente y todo otro ser vivo que en su camino encontrara, se despertó sobresaltado y vio que un niño en bicicleta estaba afuera, inmóvil, mirando hacia la ventana de la casilla, esperando. Manuel no se sorprendió inicialmente ya que era frecuente el tránsito de ciclistas por el camino vecinal que une las localidades de Pueblo Norte y Pueblo Sur, especialmente turistas. El trayecto implica recorrer hermosos paisajes, atravesar el vado del arroyo, sentir el agua fresca, observar los cerros, las aves y acceder a recodos escondidos del río; pero también te deja cara a cara con el basurero, las ratas y moscas que lo habitan y el aire irrespirable mezcla de humo y podredumbre. Algo enojado por el sueño interrumpido se levantó del sillón, abrió la ventana y antes de que pudiera emitir palabra alguna el niño le dijo: -¿Cuándo van a cerrar el basurero?, yo vivo allá con mi familia, río abajo, humo abajo- mientras señalaba hacia un sector indefinido en dirección a Pueblo Sur, donde él también vivía. Asombrado por la situación salió de la casilla para hablar con el niño, explicarle los peligros latentes del lugar y pedirle que se fuera, pero no llegó a tiempo, ya que sin esperar respuesta, en medio del humo que inundaba el camino y que dificultaba respirar, el niño se fue, rápido y en silencio como había llegado. El encuentro lo movilizó por unos días en los cuales indagó a vecinos por la identidad del niño y a compañeros y superiores del trabajo por la pregunta que éste le hizo. A pesar de los esfuerzos nadie pudo indicar con exactitud quién era el joven, o al menos donde vivía, o alguna referencia de sus familiares. Sobre la pregunta recibió variadas respuestas, pero ninguna contestaba lo que el niño quería conocer. Alguien le respondió: -¿Quién puede saberlo?-; otro le dijo: -Ingrese su consulta por mesa de entradas-; otra persona contestó: -¿Por qué pregunta eso?, cuide el trabajo-. Los días pasaron y el tema fue quedando detrás de la rutina y de las ocupaciones tendientes al cuidado de la salud del hijo que en las últimas semanas del invierno había tenido complicaciones, obligándolo a faltar varios días a su trabajo. Al reintegrarse, el compañero que lo reemplazó le comentó que una mañana un niño en bicicleta se acercó a la casilla y preguntó por él, reclamando la respuesta a una pregunta que había hecho previamente y aclarando que volvería por ella. Manuel enmudeció por un instante ante la novedad. -No tengo esa respuesta-, comentó preocupado. -Quiere saber cuándo cierra el basurero-, agregó. -Y eso, ciertamente, nadie lo sabe-, murmuró. -Decile cualquier fecha, la primera que se te venga a la cabeza- le aconsejó su compañero mientras tomaba el bolso y salía de la casilla para regresar a su casa. Manuel, de pie, inmóvil y envuelto en silencio, permaneció analizando la propuesta hasta que vino el primer camión cargado de basura y tuvo que salir a recibirlo. Los días pasaron y a pesar de que se había preparado y esperaba atento al niño, éste llegó en medio de una mañana helada luego de una noche compleja y de poco descanso, por lo que nuevamente lo encontró entredormido dentro de la casilla. Abrió los ojos y estaba el niño en bicicleta mirándolo y señalando aquel mismo lugar. Al observar que Manuel lo escuchaba gritó con todas sus fuerzas: -¿Cuándo van a cerrar el basurero?, ¡yo vivo con mi familia río abajo, humo abajo!-. De inmediato comenzó a pedalear para irse. Manuel salió urgente de la casilla saltando sobre los escalones, corrió detrás varios metros y extendiendo el brazo pudo darle un papel al niño que tomó sin detenerse, alejándose definitivamente del lugar. Él lo siguió con la mirada extenuado, con el torso inclinado y las manos sobre las rodillas, intentando recuperar el aire, que era algo realmente escaso allí. Esa misma noche también se fue su hijo, definitivamente, en la ambulancia camino al hospital. Hicieron falta setenta y dos días para que el dolor se apaciguara algo y les permitiera ingresar al dormitorio del niño que había quedado cerrado, resguardado, como un lugar sagrado. Una vez dentro observaron por un rato y en silencio las pertenencias, las cuales, aunque inmóviles, disparaban recuerdos como ráfagas. La madre tomó aire y caminó hacia la cama para ordenarla como todos los días. Al mover la almohada cayó al suelo junto a sus pies un papel arrugado que dejaba ver algunas palabras escritas. Desconcertada lo tomó, lo extendió rápidamente y en voz alta comenzó a leerlo: -El basurero se va a cerrar pronto, este mismo año, el treinta y uno de diciembre de dos mil dieciocho-.
Gabriel Molinero.