Hoy son tres y, en muchas familias argentinas, la noche entre el cinco y el seis de enero, es un hecho que chicos y chicas pondrán sus zapatos junto al pesebre para recibir sus regalos ¿Dónde y cómo nació la tradición?
A diferencia de Papá Noel –casi ignoto hasta que Coca Cola lo lanzó al estrellato occidental en 1931 con colores que fidelizarían la marca– los reyes magos tienen presencia bíblica y, en consecuencia, aunque menos fama, algo más de linaje.
El Nuevo Testamento los refiere literalmente como “unos hombres del Oriente” llegados a Jerusalén, tras haber seguido la estrella de Belén (quienes buscan anclar el dato con visión histórica especulan que pudo tratarse del cometa Halley, que pasa cada 76 años), al establo donde había nacido Jesús, “Hemos venido a adorarlo” dijeron al llegar, según el evangelio de San Mateo: único cronista al respecto.
Luego, en una de esas intersecciones dudosas entre las sagradas escrituras y la Historia, el mismo texto alude a Herodes “El Grande” (que sí existió y cuya performance consta en las páginas del historiador Flavio Josefo, entre otras) con quien los peregrinos se habrían entrevistado, anoticiándolo del nacimiento del “Rey de los judíos”, antes de prometerle informarlo de su ubicación exacta cuando lo encontraran.
Según el mismo relato, los viajeros hallaron el pesebre pero se guardaron esa información, y esto habría inspirado al jerarca hebreo a la bíblica matanza: “Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos” narra Mateo, aunque ningún historiador, ni tan siquiera otro evangelista, habla del cruel estrago ni de la existencia de los misteriosos viajantes del Oriente.
¿Eran tres? ¿Eran reyes? ¿Cómo se llamaban?
La convención en torno de los personajes mutó en número y categoría. Los apostólicos armenios y ortodoxos sirios no hablan de tres sino de doce hombres que se acercaron a adorar al enviado. En un principio no se los configura como magos ni reyes; sí se los refiere sabios, e incluso santos misteriosos del Este. En la mayoría de los registros, se los concibe con buena vestimenta de telas persas que el tiempo irá virando al lujo, y con él, a las coronas.
No fue sino hasta el siglo II cuando el teólogo Orígenes de Alejandría, sugirió que los reyes magos serían tres. Trescientos años más tarde, el papa León I instituyó oficialmente ese número para toda la cristiandad. En cuanto a los nombres que hoy conocemos en español, se trata de derivaciones en griego de Melichior, Gathaspa y Bithisarea.
La historia sobre los “Magos de Oriente” que la Historia no registra aparece, en cambio, generosa y ornamentada en los Evangelios Apócrifos (relatos no oficializados por la Iglesia católica sobre la vida de Jesucristo). Esas líneas, ricas en descripciones los presentan como sabios ligados al conocimiento de los astros, cuyo saber les permite interpretar y predecir acontecimientos a través de la lectura de las estrellas. De allí su relación doble con la estrella de Belén (o el cometa Halley) que no sólo los habría orientado sino esclarecido en lo que en esencia resultaba central: la llegada del Rey judío.
Magos en colores
La primera representación de los Reyes Magos referidos tal como los conocemos hoy, data del siglo VI y se conserva en los mosaicos de la iglesia de San Apolinar Nuovo en Rávena, Italia. Se los ve en procesión, sin corona alguna (todavía nadie los había catalogado “reyes”) llevando sus regalos y, sobre sus cabezas, sus nombres propios consignados. Desde entonces, la vocación representativa de esa “Adoración” tuvo cantidad de cultores.
Como escena visual, a su modo epifánica y fastuosa, la situación inspiró a más de un artista, en particular de los siglos XV, XVI y XVII, desde la baja Edad Media –Giotto di Bondone, Andrea Mantegna– pasando por el renacimiento –Botticelli, Leonardo da Vinci, El Bosco, Durero– y hasta el barroco –Rubens, Diego Velázquez. Y aunque todos estos registros presentan a un Baltasar negro, no es sino a partir del siglo V que esta posibilidad emerge en las reinterpretaciones eclesiásticas del mito.
El Museo Nacional del Prado cuenta en su colección con 55 cuadros que representan escenas de la adoración de los Reyes Magos, y eso sólo incluye obras clásicas.
El cine, por su parte, encontró materia fértil en el episodio desde «Vida y pasión de Jesucristo» (1907) de Ferdinand Zecca, hasta «La Natividad», (2006), «Cammina, cammina» (1983) de Ermanno Olmi, «El Cant dels Ocells» ( 2008) de Albert Serra, pasando por el absurdo surrealista en una inolvidable secuencia de «La vida Brian» (1979, Monthy Python) y el dato acaso insólito de que el primer largometraje de animación hecho en 1976 en México (un país de absoluta mayoría católica y especialmente cultista) fue sobre ellos: los magos reyes prestan a la imaginación, cómo negarlo, un aura seductora.
La negritud de Baltasar: un esbozo inclusivo
Artistas flamencos como Memling o Van der Weyden eligieron vestir a los emblemáticos peregrinos con tejidos de lujo y joyas, además de ornar especialmente a un Baltasar pleno de juventud y belleza. Sin embargo, el que siempre se nombra último de los tres, no fue negro sino hasta fines del gótico italiano. De hecho, en el mosaico de Rávena, se distingue a un hombre tirando a moro, de barba oscura, pero en absoluto al negro preto de Memling.
El origen de esta caracterización remite a distintas interpretaciones: hay quienes aducen la vocación cosmopolita del cristianismo conquistador de España en cuanto a representar a todas las etnias abarcadas por su imperio. En un cuadro del portugués Grão Vasco, especialista en escenas religiosas, hay incluso una representación de Tibiriça, el líder amerindio convertido al cristianismo, encarnando a Baltasar y ofreciéndole al niño Jesús un ánfora con agua en lugar de mirra.
La tradición consensuada con el tiempo, intentó ecuménicamente, representar en Melchor a los caucásicos, en Gaspar a los asiáticos, y en Baltasar a los africanos. Análogamente se difundió en ellos las figuras respectivas de ancianidad, adultez y juventud.
Pero ahí no termina el asunto: durante la colonia, especialmente en Cuba, República Dominicana, Puerto Rico, México y Uruguay el mismo 6 de enero era sancionado asueto para los esclavos negros que salían a las calles a bailar al compás del tamboril; casi una forma de carnaval, pero consensuada con los inquisidores. Esto dio nombre, en su momento, a la llamada “Pascua de los Negros”. En la actualidad, el día es aún reconocido en algunos países de la región donde la comunidad Afro celebra el día de su santo “San Baltasar”.
A poner los zapatos
Finalmente, la tradición de esperar la llegada de los grandes regaladores previos al moderno –y más marketinero- Papa Noel, tiene su origen –como todo– en un mix de mitos y relatos varios.
Según uno de ellos, ciertos niños de Nazaret le regalaron a Jesús, al verlo tan pobre, unos zapatos que ya no usaban. Al día siguiente, tras dejar los suyos, según la usanza, junto a la ventana, los encontraron repletos de regalos.
La teoría previa se refuerza e hilvana con la costumbre solidaria existente desde el siglo XV en Países Bajos, según la cual las familias carenciadas dejan un zapato por cada niño la puerta de la Iglesia de su pueblo para que los ricos pongan en ellos, anónimamente, sus donaciones.
En definitiva, lo que algunos padres todavía dudan en desmentir o no, casi como una revelación de un mundo menos milagroso y más duro, es resultado de una de las grandes construcciones colectivas que occidente edificó a lo largo de siglos. Para creyentes de todas las edades, articulada en función de voluntades adultas, y finalmente asignada al territorio donde la magia es reina y tiene, en consecuencia, un espacio siempre fértil.
Ilustración especial de portada para Télam de Osvaldo Révora.