«La provincia de Buenos Aires debe plegarse sobre sí misma, mejorar su administración interior en todos los ramos; con su ejemplo llamar al orden los pueblos hermanos; y con los recursos que cuenta dentro de sus límites, darse aquella importancia con que debía presentarse cuando llegue la oportunidad deseada de formar una nación…” (Bernardino Rivadavia)
Los Unitarios. El partido de la Unidad Nacional
Los hombres que, entre 1826 y 1827., compartieron la responsabilidad del gobierno nacional, en las ramas legislativa y ejecutiva, y a quienes los conflictos de los años siguientes silenció o dispersó en el exilio, no se llamaban a sí mismo unitarios, ni como tales se los reconocía públicamente durante ese bienio crítico. La denominación apareció después y, si bien se aplicó a los integrantes de aquel grupo, bajo ella se fueron amparando más tarde otros muchos cuyas concepciones fundamentales no siempre coincidieron con las de los iniciadores, ni pertenecieron tampoco a un partido político, porque no los había aún, en el sentido orgánico que hoy les reconocemos.
Venían, muchos, de las provincias y en Buenos Aires coincidieron en ciertas soluciones básicas con un núcleo, más compacto aunque nada numeroso, que había acumulado varios años de experiencia gubernamental y que dio al programa económico su sorprendente magnitud y diversificación. Culmina entonces un intenso esfuerzo por construir una realidad nacional, que naufraga en los tres decenios siguientes. Es sobre las líneas que ellos tendieron a lo largo del territorio nacional, se plantea y replantean los mismos problemas de fondo, de forma y de estrategia durante todo el siglo XIX.
Quienes eran los Unitarios
No había entonces, partidos orgánicos en el sentido contemporáneo de la palabra. A quienes después se conocieron como unitarios, se les llamaba en esa época partido ministerial, que nada dice al contenido programático. No era un grupo homogéneo, fuera del pequeño grupo que había trabajado con Rivadavia, en los puestos de gobierno y en el periodismo. Pero en los años 1826 y 1827 hay en todos ellos cierta unidad de acción, de procedimiento social, de concepción general de los problemas del momento.
Para elegir los más representativos y estudiar su origen social, su formación cultural y política, su experiencia en las cuestiones públicas, sus vinculaciones económicas, podemos recurrir a las actas del Congreso General Constituyente correspondientes a aquellos dos años, así como alguno de los periódicos del mismo bienio y, por supuesto, a la lista de integrantes del primer gobierno presidencial argentino.
Dentro del Congreso y en particular el debate y votación en la Comisión de Negocios Constitucionales en el cual se aconseja que la nueva Constitución se redacte de acuerdo al régimen unitario de gobierno, la votación tuvo lugar en la sesión del 19 de julio de 1826 y los referidos al artículo 7 del proyecto de Constitución, en el que se establece que el país se organizará de acuerdo al régimen de unidad, la votación tuvo lugar en la sesión del 4 de octubre de 1826.
A favor del régimen de unidad votaron 54 representantes y 16 lo hicieron en oposición; con excepción de Santa Fe, los que votaron la solución unitaria provenían de todo el país. En el debate, los hombres que sostuvieron esta tesis con argumentación más detallada pertenecían tanto a la provincia de Buenos Aires como al interior del país. Esta observación tiene su importancia, porque la primera conclusión que se puede elaborar es que los llamados unitarios de esta etapa (1826-1827) no son sólo los bonaerenses que ni siquiera están en mayoría, sino los parlamentarios que vienen de todos los distritos representados, con la única excepción de la provincia del litoral.
Veamos algunos de los nombres y sus antecedentes que en ese bienio se transformaron por la fuerza de los hechos en los portavoces de lo que se ha llamado el unitarismo.
Bernardino Rivadavia y Julián Segundo de Agüero, estos políticos por vocación y por profesión. En el caso del primero, este fue toda su vida hombre de algunos recursos, apenas suficientes para mantenerse con cierto decoro. Agüero, sacerdote y abogado, menos conocido en su existencia privada y familiar, no se le ha conocido conexiones con el incipiente capital nacional y con el capital inglés, ni participación en negocios, como en el caso de Manuel José García, que no pertenece a este grupo.
Entre los periodistas, que alternan a veces sus tareas con funciones públicas de menor importancia, están allí Ignacio Núñez, los Varela, Valentín Alsina, Pedro Cavia, Agustín Delgado, Francisco Pico. De biografía casi ignorada alguno y otros más conocida, tienen en común la ausencia de vínculos con los intereses económicos de la época.
La lista de diputados se hace más compleja para rastrearlos, pero lo importante es que hay entre ellos no pocos que son abogados y que ocupan antes y después, cargos destacados en la magistratura. Entre ellos figura Manuel Antonio Castro, Cayetano Campana quien luego será legislador bajo Rosas,; Francisco Castellanos miembro del Superior Tribunal de Justicia de Montevideo .Aparecen además algunos militares como Gerónimo Helguera y Lucio Mansilla quien posteriormente ejerció funciones bajo el gobierno rosista. Están presentes varios sacerdotes como Valentín Gómez, que es diplomático, profesor y rector de la Universidad de Buenos Aires y a Juan Ignacio Gorriti.
Se puede decir en general que la mayoría no participa en empresas importantes, ni dedica gran parte de su tiempo a gestiones económicas. Casi todos pertenecen más bien al tipo de intelectuales de la época, muchos vienen de familias con un mínimo de bienestar económico como para dotar a sus descendientes de una carrera universitaria, aunque, el hecho de que halla entre ellos varios sacerdotes, acompañaron a Rivadavia en su reforma eclesiástica, nos permite recordar que la carrera del sacerdocio en la colonia y años siguientes fue el refugio de la juventud con inquietudes culturales y pocos recursos económicos.
Lo que los hermana y surge con vigor del debate parlamentario es su activa militancia contra el caudillo. Muchos apelan al régimen unitario como recurso para solucionar el grave problema político regional que los afecta individualmente, porque confían en que un gobierno centralizado, que reproduzca en sus respectivas provincias las instituciones que habían dado estabilidad y prestigio a la de Buenos Aires, sería el mejor instrumento para derrotar al caudillo.
Otra característica de este este grupo, que no aparece en lo personal, en los debates del Congreso y en las páginas periodísticas, una vinculación estrecha entre ellos y los grupos económicos y sociales que más prosperan al abrigo de la reforma rivadaviana iniciada durante el gobierno de Martín Rodríguez y continuada bajo la breve presidencia.
Las figuras de esta época que si forman parte activa de esos grupos de intereses económicos y desempeñan, a la vez, funciones políticas de importancia se manifiestan si como notorios enemigos del partido ministerial, o bien ocupan, inmediatamente después de la caída de Rivadavia, los puestos más importantes con el apoyo del partido federal. Así, Tomás de Anchorena, José María Roxas y Patrón, Manuel José García, Juan Manuel de Rosas; al lado de éstos y en su misma línea política actúan en cierta época, algunos caudillos de provincia que son, a la vez, los más acaudalados propietarios, como Facundo Quiroga; o capitalistas muy poderosos que ejercen gravitación decidida sobre los políticos y gobernantes del federalismo, como Braulio Costa.
Paralelamente y después de tantas calamidades y destrucción, se despertó el ansia de orden y progreso. En casi todas las provincias los gobernantes se aplicaron a crear instituciones, dictar leyes progresistas, fomentar o establecer industrias, mejorar la educación pública. Si el gobernador Martín Rodríguez y su ministro Rivadavia constituyeron en Buenos Aires la muestra más acabada y radical de ese espíritu, sus obras no fueron únicas en el país.. Godoy Cruz y Pedro Molina en Mendoza, Urdininea y Salvador María del Carril en San Juan, Lucio Mansilla en Entre Ríos, son otros tantos ejemplos de aquella febril actividad por alcanzar un grado adecuado de organización interior y por recuperar el tiempo perdido.
Mientras estas transformaciones iban operando y fracasaba el proyecto del gobernador Bustos de reunir un congreso en Córdoba destinado a organizar la nación en federación, desalentado por Buenos Aires, esta y las provincias del litoral firmaron el Tratado del Cuadrilátero. Neutralizar la influencia cordobesa no fue el único motivo, Buenos Aires tenía otros intereses para apresurarse a cimentar su amistad con sus hermanas, enemigas ayer. Al hacerlo renunció en las cláusulas del nuevo pacto a su supremacía frente a las otras signatarias, aceptó una sumisión mutua en los problemas de guerra y satisfizo una vieja ambición de los dirigentes del Litoral a la que se había opuesto permanentemente: la libre navegación de los ríos. Por qué pagaba tan alto precio? No por convicción sobre los derechos de las provincias ni menos para destruir un congreso ya desarticulado. La amenaza provenía de allende el Uruguay; el rey Juan VI de Portugal había logrado la anexión de la Banda Oriental como Provincia Cisplatina. Si el nuevo imperio se consolidaba era obvio que continuaría la ancestral política de los portugueses. Rodríguez y Rivadavia temieron que pretendiesen avanzar sobre el Paraná o que se enfrentasen con Buenos Aires, aprovechado en ambos casos la falta de unidad política de las provincias rioplatenses.