Los mitos y verdades en relación a su consumo, los riesgos de tomar en exceso y la importancia de controlar el proceso de fermentación.
En la copa más sofisticada o en la botella de plástico cortada para la ocasión; solo, con soda, hielo o gaseosa, el vino es compañía, amistad, amor y desamor. Argentina, con un consumo de 22 litros anuales por habitante, ocupa el séptimo lugar a nivel mundial. En el país, la vitivinicultura genera más de 106 mil puestos de trabajo directos y 280 mil indirectos. Al igual que en el resto de las cosas que nos rodean, tanto en el cultivo de la uva como en la producción de la bebida hay ciencia. Siendo una de las diez principales cadenas exportadoras, las botellas con vinos argentinos arriban a 127 países, principalmente a Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Brasil y Países Bajos. ¿Hay alguna recomendación de cuánto tomar? ¿Influye la calidad del vino a la hora de pensar en cómo afecta a la salud?
En la década del 90, el doctor René Favaloro recomendó tomar una copa de vino por día para que no se taponen las arterias. Sin embargo, el debate entre quienes lo recomiendan y lo prohíben sigue vigente. Adrián Baranchuk, presidente electo de la Sociedad Interamericana de Cardiología (SIAC, por sus siglas en inglés) sostiene que, en su justa medida –entre diez y doce copas de vino por semana con dos días sin consumir en el medio–, es beneficioso para la salud.
“Las variables entre etanol y aparato cardiovascular constan de cuatro beneficios: coagulación, insulina, tonificación y depósito de colesterol en los vasos sanguíneos. Cuando se toma en pocas cantidades, estos cuatro factores son positivos. Hay vasodilatación (aumenta el flujo de sangre); disminuye el colesterol; mejora la sensibilidad a la insulina y reduce los niveles de glucosa circulante; y hay mejor viscosidad sanguínea, lo que significa que la sangre es más líquida y restringe la posibilidad de formar coágulos que pueden impactar en las arterias del cerebro o el corazón”, señala baranchuk a la Agencia de noticias científicas de la UNQ.
Sin embargo, si se pasa de la dosis correcta, los beneficios comienzan a atenuarse hasta que los aspectos negativos del consumo de vino superan a los positivo: aumentan los riesgos de presión, infartos y accidentes cerebrovasculares. Ahora bien, no todas las personas son iguales y no se les puede recomendar lo mismo. Si la persona no toma alcohol, la recomendación es que siga sin beber.
Mitos y verdades del vino
Los aspectos beneficiosos del vino están en un grupo de sustancias que se denominan “no flavonoides”. De esas sustancias, una muy famosa es el resveratrol, que produce los beneficios en el sistema cardiovascular. En la misma cantidad de vino rojo existe una concentración diez veces mayor de sustancias beneficiosas que en el vino blanco.
Otra cuestión importante es la relación entre vino y género. La evidencia para concluir que las mujeres tienen que tomar la mitad de la dosis de vino que se recomienda en varones es insuficiente. En una investigación reciente, Baranchuk descubrió junto a su equipo que esa afirmación presente en las guías de cardiología estaba basada en ideas, prejuicios y estereotipos sostenidos desde hace décadas. “No debería haber segregación por género, la dosis recomendada tiene que ser la misma”.
Por último, Baranchuk derriba la distinción entre vinos caros y baratos. Más allá del sabor que pueda llegar uno u otro, desde la mirada médica, tomar un vaso de “tetra” o una copa del más exclusivo es lo mismo.
Riesgos
Tomar un sorbo de vino aumenta el riesgo de 40 cánceres. Sin embargo, todos los días se corren riesgos más altos que desarrollar un cáncer de laringe por tomar una copa de vino diaria. En medicina existe la curva de riesgos, algo así como las sustancias y actividades que elevan o disminuyen el riesgo de mortalidad. El vino, en su medida correcta, tiene un riesgo mínimo comparado con otras actividades que se realizan cotidianamente como caminar, viajar en transporte público o consumir determinados alimentos.
Al respecto, Baranchuk sostiene: “Si le digo a un paciente que no tome un vaso de vino, tendría que decirle también que vaya a vivir al campo, que no coma alimentos ultraprocesados y mucho más. La curva de riesgos no debe ser solamente contestada por sí o por no. Claro que aumenta la probabilidad, pero hay que insertarlo en un contexto social y económico donde uno acepta ciertos riesgos de morir o tener una enfermedad producto de llevar la vida que quiere llevar”.
La lupa en la fermentación
En los últimos años, debido a la alta demanda y competencia que hay en el mercado, los productores buscaron diferenciar sus producciones y darle características distintivas para potenciar sus ventas. Para distinguirse, una de las posibilidades es utilizar un cultivo iniciador en el vino. ¿Qué es esto? Es un microorganismo que se le añade al vino para que lleve a cabo la fermentación.
Natalia Brizuela, doctora en microbiología de alimentos de la Universidad Nacional de Quilmes, resalta que, al utilizar un cultivo iniciador, se asegura el control del proceso de fermentación ya que se sabe qué microorganismos, con sus características y comportamiento determinados, llevarán a cabo la fermentación. “Cuando se hace la fermentación espontánea, depende de los microorganismos que haya naturalmente en la uva, y eso es impredecible”.
En este sentido, el Laboratorio de Microbiología Molecular de la UNQ, del cual forma parte Brizuela, se encarga de buscar bacterias que sean propias de la flora patagónica (región con la que trabajan) para utilizarlas como iniciadores de la fermentación y sustituirlas por los cultivos que se comercializan y vienen de otras regiones del mundo. Usar cultivos iniciadores de una cierta región permite mantener, precisamente, las características regionales.
“Si los productores hacen las fermentaciones con cepas autóctonas, pueden realizar certificaciones de calidad como son las denominaciones de origen. Esto otorga un valor agregado al vino que producen y amplía los mercados de comercialización”, subraya Brizuela. A su vez, el laboratorio trabaja con los desechos de manzana que deja la industria del jugo y la sidra en Río Negro para producir cultivos iniciadores. Por lo tanto, a la par que agregan valor a la producción del vino en la Patagonia, resuelven una problemática ambiental ya que la mala administración de esos desechos puede ser contaminante.